Una disuasión que no se admite: el argumento nuclear de Israel ante Irán

Israel justificó su ataque a Irán alegando prevención nuclear, mientras nunca ha reconocido su propio arsenal. La salida de Trump del G-7 refuerza la impunidad táctica.

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La justificación de Israel del ataque a Irán el 13 de junio de 2025 se centró en la necesidad de evitar que Teherán desarrolle un arma nuclear. El gobierno israelí afirmó que actuó sobre información de inteligencia “irrefutable” de un avance iraní que ponía en riesgo la seguridad regional. Pero la acción preventiva, sin mandato internacional ni evidencia compartida, vuelve a plantear un dilema que Israel arrastra desde hace décadas: apela a la amenaza nuclear ajena para intervenir, mientras niega oficialmente la existencia de su propio arsenal.

Israel no forma parte del Tratado de No Proliferación Nuclear y nunca ha permitido inspecciones de la Agencia Internacional de Energía Atómica sobre su programa. Diversos organismos y centros de investigación independientes estiman que posee entre 80 y 200 ojivas, desarrolladas desde finales de los años 60. Sin embargo, el Estado israelí mantiene una política de ambigüedad nuclear, es decir, no confirma ni desmiente públicamente esa capacidad. Esa opacidad contrasta con la severidad de su reacción ante cualquier indicio de que un país rival —en este caso Irán— se acerque a ese mismo umbral.

El argumento preventivo ya había sido utilizado por Israel en otras ocasiones, como el ataque a la planta nuclear iraquí de Osirak en 1981 o el bombardeo de una instalación siria en 2007. En ambos casos, la comunidad internacional expresó críticas formales pero no hubo sanciones relevantes. El patrón se repite: Israel actúa sin autorización externa, justifica en nombre de una amenaza futura, y no rinde cuentas sobre sus propios medios de disuasión. El resultado es una doctrina de excepcionalidad no escrita, sostenida por su alianza estratégica con Estados Unidos.

Trump se marcha del G7
Trump se marcha del G7

La reacción de Washington no fue explícita, pero sí elocuente. El presidente Donald Trump abandonó anticipadamente la cumbre del G‑7, aludiendo a “algo mucho más grande” que un alto el fuego, mientras endurecía su retórica contra Teherán e instaba a la población iraní a evacuar su capital. Lejos de actuar como un moderador, EE. UU. intensificó su presión sobre Irán y reforzó su presencia militar en la región. Esa postura ambigua —ni aval explícito ni condena— consolida la idea de que, para ciertos actores, la disuasión nuclear ajena es intolerable, pero la propia no se discute. Así, más que una defensa de la estabilidad regional, lo que se defiende es la arquitectura geopolítica que permite a algunos estados actuar sin rendir cuentas.

No se trata de relativizar los riesgos de una Irán nuclearizada. El régimen iraní ha incumplido restricciones del acuerdo de 2015 desde la retirada estadounidense en 2018, y mantiene un discurso hostil hacia Israel. Pero señalar esa amenaza sin admitir el peso disuasivo del propio poder nuclear plantea un problema de coherencia. La asimetría entre quien impone los límites y quien debe cumplirlos no solo mina la credibilidad de las sanciones, sino también la eficacia del sistema de no proliferación.

En Irán, el ataque ha sido presentado como prueba de que la única protección real contra agresiones externas sería desarrollar una capacidad atómica propia. Esa lectura no es nueva, pero ahora se ve reforzada por hechos recientes. Lejos de disuadir, la intervención puede terminar acelerando el proyecto que buscaba contener.

La justificación de Israel del ataque a Irán el 13 de junio de 2025 no puede analizarse aisladamente. Refleja una arquitectura global de seguridad en la que algunos actores pueden actuar preventivamente sin rendición de cuentas, mientras otros son penalizados incluso por aproximarse al poder nuclear. Ese desequilibrio no solo genera resentimiento diplomático, sino que debilita cualquier esfuerzo sostenido por reducir la proliferación real.

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