El uso de armas nucleares por Estados Unidos no es solo un dato histórico, sino un eje central para entender la arquitectura del poder internacional desde mediados del siglo XX. En agosto de 1945, las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki fueron arrasadas por dos bombas atómicas lanzadas por las fuerzas estadounidenses. Más de 200.000 personas murieron directa o indirectamente como consecuencia, y decenas de miles más sufrieron las secuelas durante décadas. Este acto, justificado por el gobierno de Harry Truman como necesario para la forzar la rendición de Japón, inauguró la era nuclear, demostrando una superioridad técnica y disuasión militar nunca antes replicada en un combate.
Noventa años después, Estados Unidos ha asumido el rol de custodio del orden nuclear global, liderando regímenes como el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) y aplicando sanciones económicas y diplomáticas a países que, según su criterio, amenazan con alterar ese equilibrio. Lo hizo con Irán, cuyo programa nuclear fue duramente sancionado incluso tras firmar el acuerdo de 2015 supervisado por la Agencia Internacional de Energía Atómica, del cual EE.UU se retiró unilateralmente bajo la presidencia de Donald Trump en 2018. También ha presionado a Corea del Norte, cuya carrera armamentística se intensificó precisamente después de que el régimen de Kim Jong-il percibiera que la posesión de armas nucleares era su única garantía de supervivencia frente a posibles intervenciones extranjeras.
El doble rasero es difícil de ignorar. Estados Unidos no solo mantiene un arsenal de más de 5000 ojivas nucleares, si no que sigue modernizándolo. El presupuesto destinado en los últimos años a la renovación de su triada nuclear (misiles balísticos, intercontinentales, submarinos y bombarderos estratégicos) supera los 60 mil millones de dólares anuales. Ninguna potencia ha renunciado realmente a sus armas nucleares, pero EE.UU además de conservarlas, impone las reglas que otros no pueden cruzar sin ser considerados amenazas globales.
La paradoja va más allá de la mera posición. A lo largo de la Guerra Fría, Washington usó la amenaza nuclear como herramienta de presión política. Lo hizo durante la crisis de los misiles en Cuba, en 1962, y más tarde en conflictos como la guerra de Corea o Vietnam, donde la posibilidad del uso nuclear se esgrimió en más de una ocasión como último recurso. Aunque no se volvió a utilizar una bomba en combate, su sombra nunca ha desaparecido del tablero diplomático.
Sin embargo, los criterios de EE.UU. para definir qué países pueden tener acceso a tecnología nuclear han sido, históricamente selectivos. India, Pakistán e Israel poseen armas atómicas y no forman parte del TNP. Pero Washington ha establecido con ellos alianzas estratégicas o, como en el caso de Israel, mantiene una política deliberada de ambiguedad que evita confirmar públicamente su capacidad nuclear. En cambio, otros estados, como Irak en la década de los 90 o Irán más recientemente, han sido objeto de aislamiento, guerras o amenazas con base en presunciones más que en hechos confirmados.
La cuestión no es solo seguridad internacional, sino de legitimidad. ¿Qué autoridad tiene un país que fue el primero y único en usar el arma destructiva jamás creada, para definir quién puede o no poseerla? ¿Bajo qué lógica un orden mundial se estructura sobre la premisa de que unos pocos pueden mantener su arsenal nuclear como escudo estratégico, mientras a otros se les niega incluso la capacidad de enriquecer uranio con fines civiles?
En el fondo, el liderazgo estadounidense en materia de no proliferación responde menos a un ideal de paz que a una estrategia de contención del cambio en las correlaciones de poder globales. En la medida que nuevas potencias —regionalmente relevantes o emergentes— desarrollan capacidades nucleares, se erosionan los márgenes de maniobra de quienes hasta ahora han escrito las reglas del juego.
El discurso moralizador sobre la amenaza nuclear choca con una realidad en la que los intereses geoestratégicos pesan más que los principios. Las sanciones se aplican con una selectividad que no responde a criterios técnicos, sino políticos. Y la promesa de un mundo sin armas nucleares, tan frecuentemente invocada en foros internacionales, se diluye ante la persistencia de arsenales en manos de quienes, como EE. UU., se reservan el derecho exclusivo a decidir cuándo y cómo se deben usar.
La historia del Estados Unidos uso de armas nucleares no puede desligarse de su papel como árbitro autoproclamado de la no proliferación. Esta contradicción, lejos de resolverse, sigue definiendo las tensiones más profundas del sistema internacional. Una arquitectura nuclear que se presenta como garante de la estabilidad, pero que en realidad reproduce desigualdades históricas bajo la amenaza constante de una violencia que, aunque dormida, nunca ha desaparecido.
El Aguante
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